viernes, 23 de mayo de 2008

EL CAZADOR VANIDOSO


Ya sabemos que el Curupí es torpe y desmañado para moverse.

Cosa rara en un duende de la selva: pero es así porque no tiene coyunturas como nosotros, y le cuesta inclinarse, por ejemplo, para revisarse la planta de los pies, que además los tiene al revés, con el talón para adelante.

Un día, el Curupí estaba echado en el suelo, quejándose y tratando de quitarse una dolorosa espina que tenía hincada en un pie (el Curupí, claro, anda siempre descalzo).

Tan absorto estaba, que ni oyó al cazador.

- ¿Qué es eso? ¿Una espina? ¡Yo te la saco! Sin terminar de decirlo, ya el ágil cazador se agachaba y el dolor del Curupí desaparecía.

-Gracias, ch`amigo -suspiró el enano-. Y para que no diga que el Curupí es desagradecido, te haré un regalo: esta flecha que jamás yerra un tiro. Eso sí –le previno-: Sólo deberás usarla para alimentar a tu familia. Si intentas matar por gusto, el Curupí te castigará.

¡Una flecha del Curupí!, pensaba el hombre mientras seguía su camino por la selva. Con esa flecha seré el mejor cazador... ¡todos me envidiarán!

Al cruzar uno de los arroyos que debía atravesar, un gran dorado se le escapó de entre las piernas, casi a flor de agua. No era fácil (bien lo sabía) pescar con flecha. Pero, confiado en el poder del Curupí, pensó que el dorado sería una buena cena. Tiró sin apuntar, y en un instante el gran pez flotaba muerto, con la flecha clavada en el corazón.

Orgulloso, llegó a su casa cargando el gran dorado, y esa noche… todos comieron muy bien.
Y ese día siguiente, y al otro, y al otro también. Todas las tardes, el cazador volvía de sus excursiones con grandes mborebíes, sabrosos taitetúes (esos feroces jabalíes americanos que los criollos llamaban chanchos del monte); con pequeños pero exquisitos tatúes, esos armadillos que son deliciosos cuando se los asa en su propio caparazón.

Pronto en toda la tekoá, en la aldea del cazador, no hubo mejor tirador que él.

Pero el payé de la comunidad, el curandero capaz de adivinar el futuro y comunicarse con el mundo sobrenatural, desconfiaba.

¿Habría hecho el cazador algún pacto con Añá, con el mismísimo Diablo? ¿O se habría hecho amigo del Curupí? Para probarlo (y como buen conocedor del alma de los hombres, sabedor de la vanidad que siempre traiciona a quienes han ganado larga fama) lo desafió:

-Has demostrado ser el mejor cazador de la tekoá –le dijo-; pero, ¿Podrías herir en el corazón, en pleno vuelo, a un diminuto minumbí, el pájaro- mosca que salta de flor en flor, más ágil que un camuatí?

Claro, ustedes imaginarán lo que sigue: picado en su vanidad, el cazador aceptó.

Y acompañado por el payé y seguido por los otros cazadores de la aldea, se internó en la selva en busca de un delicioso e indefenso picaflor. Lo encontró libando las flores de un enorme lapacho, muy alto en la copa del gran árbol, y casi sin apuntar –como hacía siempre- disparó la flecha, que describió un gran círculo para clavarse justo, cumpliendo la ley del Curupí, en el mismísimo corazón del vanidoso cazador.

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